Sería complicado, fatigoso o impúdico para cualquier melómano explicarles a los demás las razones por las que determinados discos ocupan un lugar a perpetuidad en sus fibras más íntimas desde la primera vez que los escucharon. Después de miles de audiciones (de acuerdo que los LP se rayaban, o expulsaban después de colocarlos 10 veces en el plato aquel ruidito que ahora recuerdas como algo más entrañable que molesto, y que los CD tampoco garantizan eterna duración, algo al parecer eliminado en las audiciones a través del prodigioso Internet, pero los trogloditas siempre identificaremos la música con los discos de vinilo) les siguen emocionando, giran en su cabeza y en su corazón, se han convertido en la banda sonora de lo que han vivido, querido y sufrido. Y tal vez ese amor, obsesión, complicidad, no la protagonicen incuestionables obras maestras de la música, esa condición con atributos intocables llamada clasicismo, sino que esos sonidos o esas voces que alborotan permanentemente el alma obedecen a motivos que solo conocen ellos, aunque haya otras personas, muchas o pocas, que compartan ese amor.
Descubrí al mismo tiempo y en idéntico lugar a un pintor y a un músico que me perturbaron. Ocurrió en un cine de Perpiñán hace cuarenta y tantos años. En los títulos de crédito de Último tango en París aparecían pinturas fascinantes de gente deformada y desgarrada, en proceso de descomposición, mientras que el sonido de un saxo expresaba lamentos. Eran el anticipo y la simbiosis perfecta de una historia febril, brutalmente emocional, en carne viva, de un lirismo que hace daño, con una interpretación de Brando que está más allá del elogio, en la que volcó muchas y dolorosas cosas de sí mismo. Las pinturas iniciales eran de Francis Bacon y la banda sonora la había creado Gato Barbieri, con la impagable colaboración en los arreglos del gran Oliver Nelson.
Aquella música y ese saxo que rugía, lloraba, gritaba, inquietaba, reflejaba el luto, el romanticismo más duro, desesperación, resultaban inseparables de las imágenes, eran estados de ánimo, era pura seducción. Los sonidos que ambientan la febril carrera en el amanecer de París de ese Brando borracho persiguiendo a su último tren vital, representado por esa mujer joven, sofisticada y ya desencantada de un juego tan sensual como peligroso con un desconocido blasfemo y erótico pero que también está envuelto en tragedia, o al final del estremecedor monólogo de Brando ante el cadáver de su suicidada esposa, te alborotan el corazón para el resto de tu existencia. O por lo menos el mío. Y ya sé que versiones edulcoradas de aquella banda sonora suenan plácidamente en los ascensores y en los escenarios más descafeinados. También suena Van Morrison. Y no me extrañaría que se atrevieran con las canciones más broncas de Tom Waits. “Para que la desesperación se venda bien, solo es preciso encontrar una fórmula”, aseguraba Léo Ferré. Como casi siempre, tenía razón.